miércoles, 28 de julio de 2010


Él, miembro de los erróneamente llamados “desechos sociales”. Erróneo porque aquellos son los desperdicios físicos de la sociedad que van a parar a las cloacas como resultado del “x” por ciento restante del alimento digerido, que no pasa a la sangre en el intestino delgado.
Él, miembro acertado de los “DES-HECHOS sociales”. Simplemente, inconformista de esas dictaduras, bloquea en su mente a quien le impide de una manera u otra llegar a ser quien quiere ser.
Años después de su comienzo, con amigos y otros no tan amigos, algún sueño cumplido, otros por los que luchó y otros tanto que fueron olvidados con el tiempo, alguna chica como acompañante provisional y alguna que le marcó pero que, sin cómo ni por qué, desapareció de su final... En fin, con una vida labrada tras sus espaldas, se despierta una mañana de verano. Arrastra sus gastados huesos hasta su solitaria cocina. Se sienta en la carcomida misma silla de siempre y se dispone a empezar el día con su típica taza de café rellena de vodka con el que ahogar esos recuerdos, no siempre alegres. Hace calor de por sí, pero necesita hacer hervir su sangre, su cerebro y sus ideas...
Las oye entrar por la ventana sin cortinas de la habitación. Las ve, pero no hace absolutamente nada. Es como si llevase años esperándolas. Son ellas, la más jerarquizada de las sociedades: las abejas. No se mueve porque sabe que es su oportunidad y, al contrario de lo que haríamos el resto de los mortales, suspira de alivio. Respira con la totalidad de sus pulmones como pocas veces había hecho. Ellas se le acercan y comienzan a beber el elixir de él. No, no le pican, tan solo quieren su miel: sus ideas, su memoria, sus historias, sus dibujos, sus mujeres. Ese es su fin, pero el mejor de todos los posibles y el menos esperado: por fin una sociedad se beneficia de su magia y su singularidad, se alimenta de él y su contenido y, lo mejor: lo permite.
Él se despierta sobresaltado por tanta felicidad y nota la mano de ella en su brazo. Ve aquellas uñas rojas y sigue el recorrido de su pecoso brazo hasta llegar a la cara con el gesto invariable de “¿qué ha pasado?”. Ella solo quiere ser aquel vodka con el que él ahoga sus penas. ¿Él lo sabe? ¿Es tiempo de confiar por fin, a sabiendas de que le hará sentir de todo menos dolor? Esa es otra historia, desconocida para todos menos para él y su miel.

Sin duda.

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